miércoles, diciembre 27, 2006

La lenta emergencia de Tocario

Tocario por fin llegó a Urgencias el diecisiete de febrero del año mil novecientos setenta y seis. No fue una ruta muy larga (apenas tres kilómetros), pero duró veintidós años. Y es que Tocario era muy lento. Debido a su lentitud, Tocario pesaba tan sólo cuarenta y cinco kilos, ya que los alimentos le caducaban antes de llegar al estómago y tenía que devolverlos por la indigestión, pero para cuando los intentaba devolver, ya habían pasado los dos años de garantía y no se los aceptaban.
Aquel fatídico día de octubre de mil novecientos cuarenta y uno, Tocario se hallaba paseando por un descampado cuando, de repente, fue sorprendido por el lento e imperceptible nacimiento de un bosque. Éste tardó trece años en poblarse de árboles y vegetación, un tiempo demasiado corto para que Tocario reaccionase, y que tuvo como dramática consecuencia la inserción de una rama en el ojo de nuestro protagonista. Tocario se quejó muy despacio en diciembre, y gesticuló alarmado en marzo del cuarenta y dos. Gimoteó lastimeramente en agosto del cuarenta y tres, y corrió a su manera a buscar asistencia médica en noviembre del cuarenta y cinco, cuando aún no la había en su ciudad, esperando encontrarla al llegar. En la peregrinación hasta Urgencias durante veintidós lentos años, Tocario se hizo viejo, e incluso se hizo mayor. La rama que llevaba ensartada en su ojo envejeció a la par y, como consecuencia, le crecieron aún más ramas, donde casualmente anidaron varias especies de aves entre las cuales se encontraba la cigüeña.
A su llegada al hospital, Tocario entró en urgencias, triunfal, con su rama en su ojo, y su cigüeña en su rama.
La enfermera Gertrudis, al ver semejante composición andante con cigüeña por delante, acogió a Tocario como si de su primer bebé se tratase, y éste, a sus setenta y seis años, hoy le mama los pechos sumamente agradecido.

lunes, diciembre 25, 2006

Feliz Gavanidad

Gavanido abre su mueble y dentro aparece un bar. Gavanido saca una botella y la desprecinta. Gavanido se sirve de una copa, y luego les sirve otras a todos ustedes. Reacciona a tiempo y se da cuenta de que ha descorchado una botella de rica lejía (Gran Reserva). Optimista, decide sacar unos estropajos y una mopa, y felizmente se pone a cocinarlas, junto al rico pollo relleno de navidades -repleto de días 25-. Mientras se dedica a sus quehaceres, Gavanido alza la cabeza y asiente: Sí. Otro año sin Gordo de la lotería. Habrá que plantearse comprar algún décimo, o invitar al propio Gordo a comer.
Al menos viene Familia a verme, y me cocinará gratis. Familia siempre fue un cocinillas. Espero dorarme y no quedar salado.
Y ahora, en vivo y en directo, Gavanido hará el payaso para todos ustedes cuantas veces quieran. Pinchen, trinchen, no se corten:

FELIZ GAVANIDAD

viernes, diciembre 22, 2006

La historia de Corentino y la histeria de Odilia

El buen Corentino era un ser humano ejemplar, excepto por sus espontáneos ataques de historia. Acostumbraba a narrar la batalla de Waterloo con el rostro desquiciado, o el descubrimiento de América encaramado a un taburete. Cierta semana en que se creía Amundsen en plena ruta por el Polo Sur, Odilia, su esposa, no lo soportó más y le abandonó, histórica perdida.
Odilia sacó buena renta de los años de historia de su marido, y se colocó en un colegio como profesora de histeria universal. Con ella, los niños aprendían a agotar tarjetas de crédito y tirarse de los pelos. Algún alumno avanzado aprendió, incluso, a hiperventilar o padecer ataques cardíacos voluntarios.
Las cosas no pudieron irle mejor a Odilia. Y todo ello, gracias a la histeria que le provocaron los ataques de historia de su marido. Odilia se convirtió en una histérica consagrada. Dió clases magistrales en la Universidad, que pasaron a la histeria.
Corentino, por el contrario, ingresó en un manicomio. No por loco, sino por "sospechosamente listo", y allí se convirtió en libro; bien cosido y encuadernado, con ceja, lomo con nervios, guardas de pergamino y tapa dura forrada de cuero con cantoneras de cobre. Es un ejemplar único, y sólo cuesta tres mil ochocientas veintidós pesetas. Nos despide cordialmente desde la página cincuenta y cuatro. ¡Adiós, Corentino!

miércoles, diciembre 20, 2006

Él en Foque

Teclo lavaba los platos como usted. Se peinaba igual que yo, iba a los mismos bares a los que usted acude en horario de oficina, acudía al mismo cine que usted a ver la misma película que está viendo mientras lee esto. Teclo podría estar detrás suyo ahora. Pero no lo está. En definitiva, Teclo tenía una vida distinta a todas las demás, exactamente igual a la suya.
Pero Teclo nació con una peculiaridad que le diferenciaba de usted y su montón: una miopía galopante que iba aumentando progresivamente. Nadie lo sabía, pues Teclo decidió aprenderse la cara de la gente "en borroso" y, de este modo, poder seguir con una vida borrosamente normal.
Los objetos de su día a día no eran como los de usted. En la vida de Teclo no había esquinas, cantos, perfiles, líneas definidas ni sombras arrojadas. Sin embargo, se aprendió el nombre de estos objetos "en borroso" y era capaz de indentificarlos sin problema. Cuando llegó a los cincuenta años de edad, su abnegada esposa decidió operarle la vista para que así - siempre según ella- disfrutara "al máximo de la vida".
Aquel fatídico día, Teclo salió de la clínica mareado y viéndolo todo con claridad. Se chocaba contra aquellas cosas que andaban por las aceras. Y con las que no andaban, también. Horrorizado, al ver que no sabía el nombre de nada de lo que le rodeaba, y con miedo de seguir caminando, Teclo se sentó en el primer sitio que le pareció seguro, hasta que alguien le recogiera, con tan mala suerte que a las 16:35, el expreso Valladolid-Castellón se lo llevó por delante.

domingo, diciembre 17, 2006

Placebo se cura

Placebo era un tipo que estaba constantemente enfermo; cuando no era un catarro, era una jaqueca o una lumbalgia. Un domingo acudió al médico, y éste le dijo que sus enfermedadades eran todo un efecto y que, en realidad, ya estaba curado. Placebo, animado, fue corriendo a una tienda para comprarse un cuchillo y untarse en el pan. Para su gusto estaba semi-curado, pero no estaba del todo mal. Volvió al médico y le espetó: "Pruebe, buen hombre". El médico le notó curado, pero Placebo insistió en que como mucho era mezcla. Así que, ni corto ni perezoso, Placebo decidió hacerse cura y el día de su ordenación fue curado por fin. El Padre Placebo acudió al médico. Ambos untaron al Padre Placebo en el pan, y coincidieron en que estaba bien curado. Una cosa llevó a la otra y, antes de querer darse cuenta, se había acabado el Padre Placebo. No obstante, el médico se quedó con Hambre, pues Placebo siempre fue poca cosa. Ahora, el médico atiende a Hambre, confiando en que pronto abandone su consulta. Si lo logra, habrá curado al Hambre y mejorado el mundo un poquito.

viernes, diciembre 15, 2006

¿¿Hola??

Nolasco, aunque intentara disimularlo con todas sus fuerzas, fue siempre consciente de su invisibilidad. Se podría decir que, en cierto modo, su condición de invisible le condicionó la vida.
Donde más sufría Nolasco era cuando tenía que pedir en un bar lleno de gente. Como todo invisible que se precie, Nolasco era incapaz de levantar la voz por encima del cuello de su camisa -él la expulsaba por su páncreas-, y mucho menos por encima de las cabezas de la multitud demandante. De modo que lo único que podía levantar a la hora de pedir en la barra era su transparente brazo. Al mismo tiempo que hacía esto, inclinaba su cuerpo hacia delante y abría la boca para ganar tiempo y tenerla ya abierta cuando el camarero de turno se acercara, adoptando así su particular "posición de pedir". Posición que, por otra parte, jamás le funcionó, pues los ojos de los camareros nunca encontraban los de Nolasco. Era entonces cuando Nolasco se sumía en una profunda depresión y, avergonzado, sin girar el cuello, miraba de reojo de izquierda a derecha cual péndulo de reloj, para averiguar si los demás clientes se percataban del vejatorio ridículo al que había sido sometido. Repetía la experiencia unas cuantas veces, hasta que la humillación era tan grande que huía sin pedir.
Un buen día, Nolasco, crecido, salió decidido a tomar su tortilla de media mañana. Entró en el bar y se dijo: “no me iré de aquí hasta que no me hayan servido”. Y así fue.
Treinta y dos años después, entre las ruinas del antiguo bar Papías, se puede divisar la silueta de un escuálido brazo en ángulo de noventa grados, con el dedo índice todavía erguido. Se trata de Nolasco que no ceja en su empeño y, rodeado de ladrillos, tuberías y un alféizar bajo la barbilla, espera pacientemente su pinchito de media mañana, invisible, y con bastante rubor.

miércoles, diciembre 13, 2006

Feliz en tu día

Tras ojear varios álbumes de fotos de cuando era viejo, Anisio, picapedrero de treinta y dos años, descubrió que como más guapo estaba era con noventa y uno, así que se los puso, y vivió veintiuna horas tremendamente feliz con su físico. Después murió -de viejo-.

lunes, diciembre 11, 2006

Vida y obra de Susmuertos Capaz

Susmuertos Capaz era un hombre muy obstinado. Ponía todo su empeño en tareas aparentemente normales como, por ejemplo, disolver el azúcar del café. Podían pasar horas o días hasta llegar a lo que él llamaba "La Perfecta Disolución". Llegado ese momento, el café solía estar frío y la tendencia era no bebérselo.
Pero donde Susmuertos Capaz hallaba el placer absoluto, la catársis creativa, era en el dentífrico. Todavía guardaba tubos de pasta de dientes del Pleistoceno, de los cuales era capaz Susmuertos de sacar restos de producto. Una noche, de tanto apretar, le salió una Catedral de Burgos. Como Susmuertos Capaz sólo tenía sitio en casa para una de las agujas de las torres, decidió instalarse en la propia catedral, donde todo encajó perfectamente y nadie notó nada de nada.
La última vez que visité Burgos, me encontré a Susmuertos en Terrados, una cafetería cercana a la catedral. Me explicó que el cura párroco quiere echarlo de su propia obra, pues no le "acaba de agradar" que Susmuertos se bañe por las mañanas, patito de goma en mano, en la pila de bautizar niños, ya que "supone una mala influencia para el Papamoscas y su Martinillo".

sábado, diciembre 09, 2006

Ahora caigo

Desde que tenía uso de razón, Cayo Poco Altívero estaba constantemente cayendo al vacío.
Se puede decir que fue un tipo con suerte, pues nunca tuvo miértigo o vedo a las alturas.
Su bajada transcurría con normalidad. Su vida también.
Un año se topó con una bella -aunque acelerada- mujer caída del cielo. Cayo cayó en la cuenta de que era una excompañera de caída que, al ir algo más rápido que él -pues pesaba más- volvía a darle caza. Se cayeron muy bien, y fueron pareja durante el escaso año que coincidieron. Aunque discutieron en contadas ocasiones, nunca caían en el insulto fácil. Cuando ella cayó en estado, empezó a pesar más y cayó más rápido al vacío. Cayo, entonces, cayó solo, y siguió cayendo mientras caía a su vez en una gran depresión.
A Cayo Poco Altívero jamás le pasó nada interesante, hasta que a los ochenta y siete años murió de viejo y, cuando al fin tocó suelo, solo quedaban de él los huesos.
Sin embargo, pese a su aburrida vida, fue el resto humano que mejor caía del barrio y, sin duda alguna, el que mejor cayó.

jueves, diciembre 07, 2006

Honorato pasa el rato

Honorato bajó a la panadería y robó una barra de pan.
Honorato bajó a la charcutería y robó un chorizo.
Honorato se hizo un bocadillo de chorizo.
A Honorato le remordió la conciencia.
Honorato se quedó sin bocadillo.
Conciencia engordó dos kilos.

martes, diciembre 05, 2006

¡Ya llego!

No había persona más impuntual que Donato. Su caso era tan grave que, cuando hablaba, su boca tardaba unos diez segundos en moverse, con lo que jugaba al despiste con todo el que le rodeaba.
Sus amigos empezaron a alquilarle para despacharse agusto con la administración pública. Por ejemplo, iba a una cola del INEM y, clavando la mirada en el funcionario, se escuchaba alto y claro un 'Calvocabrón', mientras éste miraba desconcertado a su alrededor.

sábado, diciembre 02, 2006

Un tipo desprendido

¡Oh, miren! ¡Un batracio troncocómico en la azotea!. Según alzaba la mano para señalar tal maravilla, Constante perdió el dedo índice, a causa del ímpetu que puso en el acto de señalar. No cejó en su empeño, e insistió hasta terminar con los doce dedos de sus manos. Tuvo muy mala suerte, pues ese día tenía que renovar su carnet de identidad, y en la comisaría de policía, al carecer de huellas dactilares, no le admitieron como Constante, por lo que pasó a ser un Don Nadie.
Como Don Nadie fue feliz, ya que al no tener ni voz ni voto, se sintió por fin una persona del montón. Un martes le volvieron a crecer los dedos. Salió de su montón y en la policía le pusieron un nombre distinto, acorde a sus nuevos dedos. Atrofio, echando de menos su antiguo nombre y su montón, intentó desprenderse de nuevo de sus manos al completo, con la mala fortuna de que al señalar un Traposaurio con gran ímpetu, se desprendió de si mismo y desapareció.