viernes, diciembre 25, 2009

Feliz Gavanidad

Ustedes ya me entienden.

miércoles, diciembre 23, 2009

¡Dame un brazo, amigo!

Gertrudo se empleó como ARSO (apoyabrazos regulable de silla de oficina) durante treinta años. A pesar de que los brazos ajenos le ocasionaban dolores de espalda , consintió en ejercer hasta el día de su jubilación inclusive, y así fue. Pero en el fatídico día de la jubilación, se dio cuenta de que para sentarse necesitaba un buen apoyabrazos o de lo contrario los dolores acabarían con él. Buscó a alguien que pudiera realizar para él su tan respetable oficio, pero como era soltero nunca tuvo hijos y nadie pudo recoger su legado el día que se le cayó. Paradójicamente, Gertrudo había dejado de trabajar y no pudo apoyarse en sí mismo, muriendo de dolores inenarrables durante doce largos años. Puede parecer un cruel final para el buen Gertrudo, con quien tantas aventuras hemos compartido y al que tanto aprecio hemos cogido, pero la realidad es que Gertrudo era un sádico de alto colibrí, y en realidad él mismo se montó una jubilación como pocos han soñado. ¡Vaya un picaruelo, Don Gertrudo!

sábado, diciembre 12, 2009

No se puede hacer más lento

Y de la nada, apareció un tiesto. Así gustaba comenzar todas las noches sus representaciones el gran Ceregumilo. Como gran prestidigitador que era, solía prestar todos sus dedos excepto el de señalar, a los numerosísimos espectadores que acudían al teatro para contemplar su espectáculo. La actuación duraba apenas una hora y tres días, pero con el tiempo, la gente comenzó a darse cuenta de que el propio tiempo daba igual. Ceregumilo salía a escena con paso impar, mirada indiferente y juanete dolorido. Pero sobre todo salía capaz. A pesar de que su cuerpo estaba enfadado con él y lo llenaba de contratiempos, había sabido dejarse un bonito bigote de tres días para parecerse a su vecino de usted. Ceregumilo y su bigote, prestidigitaban con suma habilidad, haciendo las delicias de los más exigentes en dicho mundo. Aquella noche tomó como voluntario a un señor que no conocía y que incluso no se conocía a si mismo. Ceregumilo recogió sus dedos de entre el público, regalando los raros objetos que éste había conseguido sacar de ellos y se dirigió a su desconocido. ¡Esta noche, con todos ustedes, tendremos el número del hombre arrugado! -dijo Ceregumilo mientras se apartaba el sol de la cara-. El hombre, decidido y harto de juventud, entró fugaz en la extraña máquina de hierro que en silencio, permanecía juguetona en el medio del escenario. Ceregumilo lograba calmarla con ciertos canturreos a la altura del pestillo y unas palmaditas en el contenedor de líquido envejecedor. El público, mientras, miraba espectante el proceso mágico y casi industrial de la máquina. El artista no paraba de alimentarla con pares de minutos y algún segundo suelto, pero ella, hambrienta, quería más, teniendo que esperar varios meses para poder saciarla por completo. Tras cincuenta y cuatro años de actuación ininterrumpida, y veinte muertes entre el público, por fín llegó el día del fatídico desenlace del número del hombre arrugado. Cachava en mano, Ceregumilo abrió la puerta de su oxidada máquina para estupor de los espectadores que aún sobrevivían en las carcomidas butacas. Por fín, tras tres kilos de polillas, se abrió paso el hombre arrugado con mirada de sorpresa arrugada. Un sonoro aplauso se escuchó en el pueblo donde vivía Ceregumilo que no cesó hasta su jubilación al año siguiente. Jamás reveló su truco, y la máquina fue destruida por si misma al día siguiente de la representación. Aún hoy se intenta desarrugar al hombre arrugado con costosísimos experimentos y la ayuda de grandes entendidos en el tema, pero todos saben, que si Ceregumilo quisiera, y sin tanto esfuerzo, podríamos disfrutar otra vez de uno de sus grandes números. El del gran cuatrocientos cuarenta y cuatro.