lunes, enero 19, 2009

Al calor del boniato

Adagio ruin, tenía una rara obsesión por el suicidio. Le gustaban las cosas con sabor a cuchilla y hallaba el placer chupando polvo hasta la asfixia. En cada quicio de las puertas de su obesa casa victoriana del siglo dieciséis, sobresalían mástiles con sogas casualmente anudadas con nudos estranguladores. Éstas reaccionaban automáticamente cuando una mosca se dignaba a pasar a través de ellas, ahogándolas hasta la casi muerte y soltándolas en el último momento a modo de reprimenda. En la cocina Adagio había cavado un barranco para tirarse por él, con la mala suerte de que cuando lo terminó se halló abajo, y no encontró la forma de hacerlo. Perdido en el subsuelo del hogar, trató de pedir auxilio en diversos idiomas, ya que hablaba perfectamente el astrohúngaro y el rumano, a pesar de que su lengua materna era de carne. No tuvo éxito y, pasados dos días y dos metros, Adagio apareció en el infierno muerto de hambre. Allí se topó con la raíz de un boniato milenario, de la cual comió hasta su resurrección. Pero no se alegren demasiado; resucitado y gordo, el cuello de su camisa se le dió de no un día trece, acabando con la traumática vida de Adagio para siempre, en lo que fue el segundo suicidio involuntario de la historia conocida.

miércoles, enero 07, 2009

Saxo en la azotea

Su nombre era Apapucio. Era músico, y además tenía la habilidad de tocar el saxo tenor con gran acierto, posando siempre todos sus dedos únicamente en las notas que sonaban bien. De joven mostró un breve interés por la música, siendo pianista de cine mudo unos treinta y tres años de su vida. Su padre se quedó obsoleto como tal en plena pubertad, y por eso Apapucio se maleducó y adoptó por costumbre tocar el saxo tenor en su azotea hasta altas horas de la madrugada. Su vecina, Hartita, puso una noche el grito en el cielo atándolo a un globo de helio, y juró que de mayor quería ser señora. Apapucio y su mala educación siempre desoyeron sus quejas, y continuaron haciendo lo que les apetujo durante años. Como el tiempo en esta historia carece de importancia, pasaron siete siglos, y la vecina de Apapucio comenzó a hallar el placer en las bellas melodías de su saxo. Antes de que el relato se torne erótico y se parezca a lo que no es, diremos que Hartita carecía de brazos, así que jamás pudo tocarse de la extraña manera en que usted está pensando, ¡Degenerado! No obstante, se frotaba contra una palmera. El misterio de cómo sin brazos habría colgado las sábanas Hartita no hizo mella en Apapucio, pero sí por lo menos en cien tíficos que pasaban casualmente por allí y estuvieron años estudiando dicho fenómeno. La historia de amor no se hizo esperar. Uno de los tíficos, engatusado por las melodías de Apapucio, se colocó su calvuca postiza y se lanzó a la azotea norte de éste para tratar de conquistarle con bellos cálculos y ecuaciones sin resolver. No obtuvo éxito, pues el pobre tífico no se percató de que no era posible saltar a una azotea desde un bajo, estampanándose sin remedio contra el canto de una alcantarilla, y muriendo en el acto en el acto de saltar. Hartita y los noventaynueve tíficos restantes viven ahora juntos, unidos por la desgracia en el piso de treinta metros cuadrados preparado para tal efecto por ella misma. Apapucio, mientras, toca su saxo para ellos religiosamente, noche tras noche, desde su azotea.