Gota, gota, gota
Tras el mostrador se encontraba la figura de un hombre escuálido de avanzada edad, con mirada atenta y sonrisa de bonachón.
-Buenos días. Mi nombre es Conceso. Bienvenido a mi aparatorería. ¿En qué puedo ayudarle?
-Buenos días. Verá; estaba buscando un objeto extraño: se trata de un reloj con frenos. ¿Sabe de alguno?
-¡Por supuesto, caballero! ¡Oiga, que la duda ofende! Tenemos varios modelos, pero permítame decirle que, dado su carácter transhumante, este de aquí le viene a usted al pelo.
Don Epidio, pese a estar calvo como un sapo partero, se calzó el reloj y, efectivamente, le sentaba como un guante. No habían pasado cinco segundos, cuando Epidio hizo uso del freno. Fue una frenada fugaz, pero tampoco brusca. En ella, pudo contemplar cómo Conceso giraba velozmente para advertirle de algún tipo de peligro, pero enseguida quedó congelado a medio camino, con la mirada perdida en algún punto entre una fregona y la estantería de "Huecos macizos". Dichos huecos tenían un cuerpo de escándalo. Uno de ellos llegó a Miss hueco. Don Edipio los piropeó, pero se mostraron indemnes e incólumes.
Epidio salió a la calle. Aquél era un día lluvioso, un día en que había decidido frenar para siempre la evolución humana. El silencio era el más absoluto que jamás había concebido. La lluvia permanecía congelada gota a gota, formando una escalera tan irregular como infinita que subía hasta el mismísimo cielo. Emprendió camino hacia la primera nube, y fue allí donde vivió un tiempo. Después, bajó y se fue a casa, harto de comer nube sin sus adoradas patatas.
No pasó a los anales de la historia como "el último hombre que subió al cielo y volvió", pero así fue.
-Buenos días. Mi nombre es Conceso. Bienvenido a mi aparatorería. ¿En qué puedo ayudarle?
-Buenos días. Verá; estaba buscando un objeto extraño: se trata de un reloj con frenos. ¿Sabe de alguno?
-¡Por supuesto, caballero! ¡Oiga, que la duda ofende! Tenemos varios modelos, pero permítame decirle que, dado su carácter transhumante, este de aquí le viene a usted al pelo.
Don Epidio, pese a estar calvo como un sapo partero, se calzó el reloj y, efectivamente, le sentaba como un guante. No habían pasado cinco segundos, cuando Epidio hizo uso del freno. Fue una frenada fugaz, pero tampoco brusca. En ella, pudo contemplar cómo Conceso giraba velozmente para advertirle de algún tipo de peligro, pero enseguida quedó congelado a medio camino, con la mirada perdida en algún punto entre una fregona y la estantería de "Huecos macizos". Dichos huecos tenían un cuerpo de escándalo. Uno de ellos llegó a Miss hueco. Don Edipio los piropeó, pero se mostraron indemnes e incólumes.
Epidio salió a la calle. Aquél era un día lluvioso, un día en que había decidido frenar para siempre la evolución humana. El silencio era el más absoluto que jamás había concebido. La lluvia permanecía congelada gota a gota, formando una escalera tan irregular como infinita que subía hasta el mismísimo cielo. Emprendió camino hacia la primera nube, y fue allí donde vivió un tiempo. Después, bajó y se fue a casa, harto de comer nube sin sus adoradas patatas.
No pasó a los anales de la historia como "el último hombre que subió al cielo y volvió", pero así fue.