lunes, enero 29, 2007

¡Alabado sea! ¡¡¡Que me aspen!!!

Desde siempre supo Patraño que su vida era un sinsentido. A pesar de ser el mayor de los ateos recalcitrantes, y haber apostatado en más de cinco mil ocasiones, no había nada en este mundo que le gustara más que escuchar misa en latín. Acudía ocho veces al día. Veintitrés veces a la semana. Cuarenta y dos veces al mes. Por ello, en las liturgias en las que se hallaba presente, se podían escuchar y ver a la vez sus rumores de desaprobación y sus gestos de gozo.

jueves, enero 25, 2007

Metadona

Abedulio era un cara seto. La mujer de Abedulio, Fabulina, era cazadora -de polypiel-. A pesar de ello, y al contrario que Abedulio, Fabulina era un algo muy bello. Por eso Abedulio, aunque dejó de estudiar hace años, seguía empollando religiosamente todas las noches, dada la condición de maestra de Fabulina -era sexóloga-.
Además de seto, feto y feo, Abedulio tenía aspecto de cajita de "metadona 100mg.", pues su vida estaba llena de contradicciones: no le gustaba la música, sin embargo adoraba a Camilo Seto. Odiaba la flora y la fauna, pero admiraba en secreto a su pájaro favorito, el ave Dulio.
No obstante, esto eran pequeñeces en la gran vida de Abedulio. Siga leyendo.
A Abedulio siempre le encantaron los perritos de juguete para coche. Un día, cansado de esperar, bajó a la tienda y compró uno con la cabeza bien grandota, para que al moverla se notase más y ser así la envidia de sus visitas. Lo colocó en el primer estante de la estantería, pero Tobías -pues así le llamaba- no movía nada: ni cabeza, ni cuerpo, ni rabos -tenía quince-. Abedulio entristeció y se le cayeron los ojos, pues era otoño. Le explicaron que el mecanismo consistía en la transmisión del movimiento desde el cuerpo de "Tobi" hacia su cabeza, pero que si su estantería no se movía no había nada que hacer.
Abedulio, ágil, entendió el concepto a la primera, y se compró una retroexcavadora con la que propinó varios mamporros a la fachada de su edificio. Por fin, "Tobi" movió la cabezota, y a su vez, su casa se vino abajo con gran alegría para Abedulio y gran muerte para sus vecinos. El mundo es una contradicción. Como usted, caballera.

lunes, enero 22, 2007

Forúnculo y Placenta.

Forúnculo Guzmán nació tan feo, que su buena madre dudó entre quedarse con él o con la placenta. Finalmente, se quedó con los dos, pero Placenta aprendió a hablar antes que Forúnculo, y se independizó con tres años de edad. Forúnculo vivió solo, mientras que Placenta se casó con un señor mayor, tan arrugado como ella, y prosperó en su trabajo, teniendo tres curiosos hijos y dos lujosos coches: José Javier y Alejandro Jesús.

viernes, enero 19, 2007

Pobre Sustrato

Sustrato era un ser tocayo de sí mismo. Pero a los cuarenta y dos años se le desgastó la eme, un jueves de priavera. Sus dos hijos, Memo y Momo, empezaron a experimentar una falta de personalidad terrible, ya que su padre Sustrato no les llamaba nunca, "por iedo al ridículo". El ridículo del pueblo, a su vez, también temía a Sustrato, y cuando se encontraban de frente, ambos huían gesticulando despavoridos, en direcciones opuestas del estado.
Un iércoles normal, a las tres y veintitrés de la tarde, Sustrato salió de la inopia en la que se encontraba con una jugada agistral de bingo. La felicidad llegó a la vida de Sustrato en forma de dinero y aquella noche, por primera vez, por fin durmió tranquilo, ya que Sustrato llevaba cincuenta años sin pegar ojo por su temor a morir víctima de la apnea del sueño. Mientras dormía plácidamente, sonó el timbre de la puerta. Memo y Momo salieron corriendo a abrir, y allí se encontraron con Apnea del sueño, que les llamó perfectamente por sus nombres, con emes incluídas. Fue entonces cuando estas bellas criaturas encontraron su personalidad de nuevo -en el bolsillo derecho de Apnea-, y confundieron a ésta con su propio padre. "¡Papá!" gritaban mientras se colgaban de su cuello, asfixiando y provocando apnea a la propia Apnea. Sustrato, al escuchar tanto alboroto, se despertó y salió al recibidor para ver qué pasaba. En el recibidor recibió: Un susto, dos disgustos, una tragedia y dos puñaladas traperas por la espalda que acabaron con su vida en un instante, y empezaron con su muerte en otro. Pues tan mala suerte tuvo Sustrato que cuando iba a empezar su muerte, murió.


Pobre Sustrato.

martes, enero 16, 2007

Marcapáginas

Crisóstomo sostenía su libro tenazmente, con unas tenazas del siete. Tumbado de pie en la cama, esperaba cerrarlo antes que sus ojos y, de este modo, colocar el marcapáginas en la última página leída.
Ya entre sueños, logró percatarse de que no estaba en el mundo ordinario y, como pudo, deslizó el marcapáginas, junto con una pestaña, por la página ciento ochenta y seis. Después cayó dormido, y siguió cayendo.
A la mañana siguiente, Crisóstomo se levantó con su cuerpo en la cama, el libro en el suelo y el marcapáginas en el libro, pero comprobó que el sueño le hizo olvidar poner el marcapáginas en su propia vida, y ahora no tenía ni idea de por dónde se llegaba. Se miró en el espejo de la cocina, y le dió un beso a su madre como ya hizo en mayo del setenta y tres. Se pasó de página, y apareció con setenta y dos años besando a una bella damisela. Allí se quedó un par de horas, pero rápidamente volvió al día de hoy. En realidad, lo hizo al día de ayer, y no paró de fardar, dándoselas de adivino y comentando las últimas noticias de ayer.
Crisóstomo sabe que pronto habrá de cambiar su marcapáginas por un marcapasos, pero de momento le saca provecho; de vez en cuando se da un paseo por su infancia o su adolescencia, conmemorando grandes momentos. Pero a lo que especialmente dedica sus horas es a buscar a esa bella damisela con la que sabe terminará sus días. La busca por los bares, cines, bibliotecas, incluso por los blogs de la blogosfera. Una búsqueda sin dramatismo, pues sabe que la encontrará. Así que: ¡No se esconda!

jueves, enero 11, 2007

Canisio, el señor Petro y el juego del escondite

Canisio tenía una obsesión que le atormentaba enormemente desde bien pequeño: siempre se había preguntado dónde iban a parar los objetos perdidos que no estaban en la Oficina de Objetos Perdidos, hasta tal punto que incluso llegó a perder algún pequeño cortauñas para tener algo que buscar, y hallar de este modo dicho lugar -sin éxito-. Pasaron las horas, y Canisio creció hasta tocar pecho, dejando en un segundo plano su vieja obsesión y dando paso a otra nueva: el dobladillo de los pantalones de traje. Y tanto se obsesionó Canisio con ellos, que una tarde decidió recorrerse un centro comercial revisando todos los pantalones y examinando minuciosamente cómo estos estaban cosidos. Después de doscientos treinta y siete pantalones, Canisio, cansino, levantó la cabeza y se encontró ante una tapa de bolígrafo, el tacón de un zapato de señora, un pendiente desparejado y un número de teléfono. No cabía duda: Canisio se había perdido. Fue entonces cuando la vieja obsesión renació en Canisio y, harto de contento, empezó a brincar en aquel mágico sitio sin suelo, paredes ni techo: El Lugar de los Objetos Perdidos. Se encontró también con otro señor muy agradable, el señor Petro, quien le acompañó a lo largo, ancho y alto de la estancia, enseñándole las cosas que allí había. El señor Petro le confesó que se perdió hace ya tres años, y que tenía muchas ganas de tener una compañía con la que hablar de lo cotidiano. Juntos, comenzaron a caminar, contándose miles de batallas hasta que, de tanto hablar, se perdieron en El Lugar de los Objetos Perdidos y entonces desaparecieron para siempre.

martes, enero 09, 2007

¡Socorro, que me entran a robar!

¡Pobre buen Exencio! A pesar de ser pobre y tener una vida interior muy pobre, llena de carencias, Exencio siempre temió que le entraran a robar. Solía sentarse en el pasillo de su casa y, meciéndose, pensaba: "¿Y si un ladrón se me mete?". Esta peladilla se convirtió en realidad cuando Robudio forzó la puerta de la casa de Exencio y, al no hallar nada de valor, se le metió dentro. Pero la vida interior de Exencio era poca, pobre, cutre y rasposa, y el ladronzuelo Robudio salió con las manos vacías y sin uno de sus zapatos, que se dejó en el esófago de Exencio.
Desde ese momento, Exencio tuvo una vida interior algo más plena, mientras Robudio va por el mundo a la pata coja, cubierto de los cuatro humores de Exencio.

viernes, enero 05, 2007

San Timbanqui

Simeón se sentía un poco gafe. Perdía los trenes, tropezaba con la gente, lo detenían por error, se le estropeaba la moto y olvidaba las pilas. Para colmo, cuando hablaba en voz alta nadie le escuchaba y terminaba por repetir la frase de mala gana. Hasta que, una tarde en que vió llover, levantó cabeza y observó que un ser superior se reía a voz en grito de sus insuficiencias renales mientras lo señalaba con el dedo índice. Simeón comprendió que no era cenizo, sino un saltimbanqui destinado a entretener a este caballero. Al descubrir su verdadera función en la vida, Simeón se encontró muy molesto y aún más turbado, así que decidió encerrarse en casa sin salir a la calle, ni moverse, ni hacer absolutamente nada, para evitar caer o realizar alguna torpeza o tropieza que divirtiera al ser superior. Y así fue, se postró en un rincón y esperó...
Tantos lustros pasó esperando, que a los tres días de sentarse murió ahogado por su propia respiración. En su agonía, mientras producía ronquidos y esputos sordos entrecortados, aún escuchó una carcajada. Entendió entonces que hasta su muerte estaba siendo ridícula, y había cumplido su función de saltimbanqui hasta el último minuto.
Fue cañonizado -por unos piratas del Caribe que vendían discos copiados- como "San Timbanqui", patrón de los cenizos, los pardillos, los cetrinos y los albinos.

martes, enero 02, 2007

El antitrauma de Permanencio Manquemuerda

Aquella tarde en que se proyectó el último episodio de David el Gnomo, Permanencio Manquemuerda no estaba delante del televisor. Renunció a visionar dicha serie tras fracturarse la glotis tres veces al pronunciar el vocablo "gnomo".
Como consecuencia de esta elipsis, Permanencio Manquemuerda no concebía ni creía en la muerte. Así fue que, cuando murió su tortuga Saturnina, lo achacó a que estaba durmiendo plácidamente y decidió no despertarla.
A los cincuenta y siete años, Permanencio Manquemuerda, de profesión apretador, tenía la casa llena de animales muertos y andaba de puntillas para no despertarlos.