Parto raro en la isla
Se compró un par de tijeras, dos hachas aleación de platino, cuatro cuchillos jamoneros, dos martillos y, por fin, el día de su aniversario, Anapurno rompió con su vida a martillazos, hachazos y cuchilladas -devolvió las tijeras por no cortar bien-. Se deshizo de ella y se fue a vivir a otro lugar. Eligió un pequeño islote al este, o al oeste de otro sitio, donde habitaba una rara población.
En su nueva vida, Anapurno creció como persona, sabiendo convivir con la soledad, la rara población y la rutina del día día. Por las mañanas se dedicaba a depositar sonotones por las barandillas de su ciudad y a colgarlos por los árboles de los parques. Entrada la tarde, los recogía y en su casa extraía de ellos los sonidos que había pescado durante el día. Con ellos componía bellas melodías que describían perfectamente cómo evolucionaba su vida en la isla y se las enviaba por correo postal a su familia en la otra vida. Su familia nunca pudo escuchar ninguna melodía en ninguna de sus cartas, ya que todos habían aprendido a dejar de oír en un curso a distancia avanzado -pagado por el Gobierno para tal efecto-.
Anapurno, feliz y en su mayor plenitud conocida, parió por sí mismo un precioso bebé. Tenía la cabecita redonda y sabía a pequeño, así que decidió llamarlo Lenteja. Anapurno y Lenteja fueron felices muchos años, incluso cuando Anapurno retozó sonriente en su lecho de muerte. Aquél día, Lenteja, más sola que nunca, decidió romper con su vida con unas tijeras bien afiladas, y empezó su nueva etapa en un cacho de tierra al oeste, o al este de otro sitio. Apátrida y sin ley, vivió dos años más, sola como un torrezno -un torrezno solitario- y finalmente murió en una cazuela con algún trozo de chorizo, patata, cebolla y dos hojas de laurel.
En su nueva vida, Anapurno creció como persona, sabiendo convivir con la soledad, la rara población y la rutina del día día. Por las mañanas se dedicaba a depositar sonotones por las barandillas de su ciudad y a colgarlos por los árboles de los parques. Entrada la tarde, los recogía y en su casa extraía de ellos los sonidos que había pescado durante el día. Con ellos componía bellas melodías que describían perfectamente cómo evolucionaba su vida en la isla y se las enviaba por correo postal a su familia en la otra vida. Su familia nunca pudo escuchar ninguna melodía en ninguna de sus cartas, ya que todos habían aprendido a dejar de oír en un curso a distancia avanzado -pagado por el Gobierno para tal efecto-.
Anapurno, feliz y en su mayor plenitud conocida, parió por sí mismo un precioso bebé. Tenía la cabecita redonda y sabía a pequeño, así que decidió llamarlo Lenteja. Anapurno y Lenteja fueron felices muchos años, incluso cuando Anapurno retozó sonriente en su lecho de muerte. Aquél día, Lenteja, más sola que nunca, decidió romper con su vida con unas tijeras bien afiladas, y empezó su nueva etapa en un cacho de tierra al oeste, o al este de otro sitio. Apátrida y sin ley, vivió dos años más, sola como un torrezno -un torrezno solitario- y finalmente murió en una cazuela con algún trozo de chorizo, patata, cebolla y dos hojas de laurel.